domingo, 17 de febrero de 2013

El niño de Macon (1993) – Peter Greenaway


El irreverente, por decirlo de cierta forma, cineasta británico Peter Greenaway vuelve a remecer a público y crítica con otra muestra de su desinhibido y sórdido arte, un arte tan sórdido como bello, tan bizarro como exquisito, seductor y mórbido, pero en esta ocasión -siendo todos los calificativos anteriores, aplicables en cierta medida a la producción en general del cineasta- en particular el último adjetivo utilizado es el que más rebosa. Mórbido, mórbido... es el filme más mórbido de Greenaway, o el más humano, que hasta el momento haya visto quien escribe, siempre respetando sus lineamientos, pero presentando en esta ocasión una de las historias más fuertes que haya puesto en escena, desde la temática misma, hasta las figuras e hipérboles mostradas. En un más bien atemporal escenario, ambientado en el siglo XVII, en la ciudad de Macon, se retuerce de dolor una mujer, aparentemente virgen, acaba de dar a luz a un infante, tomándose el prodigio como señal divina, adorando todos al infante como si un nuevo mesías hubiese llegado, pero pronta y poco notoriamente, las personas de Macon traspasarán la línea de la mera pleitesía, sacando a relucir lo más pútrido y purulento de la naturaleza humana, pervirtiendo por completo la situación y al infante. Historia repleta de todo el fastuoso y abrumador despliegue audiovisual del británico, nos sumerge en su ambientación teatral e imágenes por momento barrocas, pero por momentos, como se dijo, plagadas de las más sórdidas y mórbidas figuras, en uno de los filmes más irreverentes, más grotescos por momentos, de Greenaway, que desfila como pocas veces entre ambos mundos, el mundo bizarro, y un mundo equilibradamente armonioso, lúgubremente hermoso.

     


El filme da inicio con una suerte de ángel decadente, que se columpia y va declamando versos sobre cosechas precarias, esterilidad, escasez, mientras personajes religiosos, entre otros, le observan; hablando de enfermedad, tristeza, va avanzado en medio de ellos. La acción tiene lugar en la ciudad de Macon, donde todos están pendientes de un parto, una anciana tiene tortuoso alumbramiento de un vástago que finalmente llega al mundo. La muchedumbre, pueblo y clero, prontamente se cuestionan sobre el verdadero origen del infante, ambigüedad hay por ser una mujer muy anciana y fea, aparentemente virgen, quien lo trajo al mundo. Especulan sobre su futuro, sobre quién lo alimentará, finalmente, al hijo de un milagro, al hijo de una virgen, le adoran, todos están embriagados de regocijo. El obispo del pueblo (Philip Stone) es uno de los más pendientes del asunto, a quien se le dice que el supuesto prodigio acontecido podría beneficiar mucho la imagen de la iglesia, mientras las adoraciones, ofrendas y reverencias se suceden, ritualistas y perennes liturgias, y asimismo se elige a una fémina, (Julia Ormond) para que cuide al niño santo. La mujer se hace cargo del infante, y no tardan en formarse largas colas de personas pidiendo milagros puntuales al bebé, y su improvisada tutora, no con menor rapidez, comienza a pedir elevados tributos, diezmos o fuertes compromisos a cambio de los favores divinos del infante.



Vacas, colmenas, y hasta servicios carnales de una hija de uno de los pobladores, los tributos van elevándose y saliendo de control. Paralelamente la gente va engendrando suspicacias, enfocadas esta vez hacia la cuidadora del niño, se cuestiona si es virgen o no, histéricas situaciones se van generando, se busca comprobar su supuesta castidad. La mujer va perdiendo la paciencia, habla con el infante, a quien acusa de ingrato, generando una respuesta que la aterra. El caos no hace más que crecer, las personas siguen utilizando atrozmente al niño, mientras aparece el hijo del obispo, siempre entre la gente, que recrimina directamente a la fémina cuidadora. Banquetes y adoraciones van sucediéndose, mientras ella va siendo alejada del bebé, y va teniendo un acercamiento al hijo del religioso. Ambos se atraen, intentan consumar su atracción, pero el coito es frustrado por el bebé, el joven fenece, y, acto seguido, ella es juzgada comunalmente. Al ser rechazada por el propio bebé, es condenada, los demás se hacen cargo del niño. La gente de la locación va perdiendo la cordura, la juzgan afuera de Macon, y la mujer, a hurtadillas, llega hasta el niño, y lo liquida. El pueblo enloquece, a vista y paciendo de todos, la mujer es ultrajada una y otra vez en un lecho, todos hacen turnos, es ultrajada hasta la muerte. El obispo canta, el niño es despojado de sus ropajes, luego desmembrado, sus partes adjudicadas, mientras el esperpéntico ángel inicial aparece otra vez, clausurando el filme.




Estamos, antes que nada, ante un filme que se siente consecuente al arte del director, íntimamente ligado al trabajo inmediatamente anterior, la dos años antes estrenada Los Libros de Próspero (1991), y esta unión se siente particularmente válida y patente en uno de los aspectos más importante de este sublime arte, el cine: la expresividad del cineasta, en su capacidad representativa, en la forma en que representa la realidad. Sí, nuevamente seremos deleitados con la detallista y barroca creación de los escenarios de Greenaway, nuevamente su concepción teatral se hará patente, latente, seductora. Greenaway otra vez hará que su cine adquiera esa complejidad infinita, esa riqueza de contenido, esa categoría de que estamos viendo mucho más que cine, a través de sus encuadres, de la sucesión de los mismos, y su composición, por supuesto. Esa composición tan reconocible se plasma en una distribución de sus elementos, tanto humanos como estrictamente cinematográficos, que los hace ocupar un lugar determinado, un lugar predeterminado, en cada escena, generando una simetría y una armonía que terminan siempre por remitir el cine del británico al teatro, pues en Greenaway, como en otros poquísimos cineastas, el cine y el teatro van hermanados, fundidos, son corrientes que confluyen y forman una misma trenza, que nos alcanza, que nos conmueve. No se puede dejar de mencionar la formación pictórica que también se plasma en cada una de esas imágenes tan limpias, ordenadas, si bien, Greenaway guarda para esta ocasión uno de sus mensajes más fuertes, más putrefactos, sí, más humanos, todo debidamente potenciado por sanguíneas imágenes, generando esa bifaz mezcla de armónica belleza, con una descomposición pocas veces por el propio Greenaway exhibida, una podredumbre y descomposición aberrantes, el morbo alcanza el tope que este cineasta puede alcanzar. Y otra vez, la cámara del cineasta, sumada a la prodigiosa fotografía del ya asiduo Sacha VIerny -el aporte de éste hace que el filme sea consecuente y coherente con la filmografía completa, el despliegue audiovisual es unitario, se advierte uniformidad-, se deslizará con sutileza exquisita por todos los decorados, la parsimonia de la lente nos permite ir descubriendo sus magnas locaciones, sus construcciones, reforzando esto el halo teatral. Los travellings se vuelven el soporte del despliegue escénico y coreográfico, mayúsculo el arte del director, que vuelve a convertir sus actores en lo más parecido a una compañía teatral, plena de coreografías, actuando en conjunto, como una sola unidad expresiva, es increíble la forma en que en Greenaway, el cine mismo desplaza al humano, el despliegue audiovisual y escénico opaca y deja en segundo plano muchas veces a los actores y su aporte.








La sordidez del filme nos es adelantada de adecuada y simbólica forma por el cineasta, tras ver al esperpento inicial, ese ángel decadente, se nos va informando, sin palabras -al margen de la suerte de versos que declama este individuo-, de lo que se avecina, algo divino, pero algo divino y malogrado, arruinado, decadente y hediondo, lo divino deviene en repulso, y ya hablando de sus palabras, esterilidad, escasez, enfermedad y tristeza, solo los males se avecinan para los pecadores humanos, los que lo pervierten todo. Luego, el parto, tortuosa actividad para la ambigua parturienta, anciana lejana, un conteo inacabable, que acaba en trece, pone fin a su martirio, mientras religiosos con sus grandes mitras y demás pobladores observan expectantes el prodigio, una anciana, supuestamente virgen, y excesivamente enferma y fea, acaba de parir un niño que todo apunta que sea un santo, que tenga origen divino. Pero estamos en un filme de Greenaway, en el mundo de Greenaway, repleto de desdén y alegorías sexuales, desdén hacia unos hombres sexualmente presas de la dejadez, comentarios y alegorías referentes a su pereza e incapacidad para dar placer se van repitiendo no pocas veces, un humor mundano, humor bellaco, de personajes sucios y vulgares, la libídine los hace sus juguetes, y así será hasta el degenerado final. En este excesivo y retorcido mundo -que, con exquisita mordacidad, se nos hace entrever que dista menos de lo que quisiéramos de nuestro propio mundo y realidad-, se desatan peleas y riñas, y, sobre todo, una doble enajenación se manifiesta, pues por un lado, se habla de mandrágoras, preocupación y obsesión por la fertilidad, por la impotencia sexual, elixires y afrodisíacos, brebajes, el mundo de las creencias, de lo esotérico, siguiendo hasta cierto punto la estela del filme anterior y antes ya citado. Y, por otro lado, la otra cara de esta enajenación, el más fabuloso regalo, el milagroso nacimiento de un niño que la muchedumbre considera divino, pronto es desvirtuado y descompuesto, utilizado de acuerdo a los intereses de cada uno, el prodigio se arruina, el humano se frivoliza, dándose una patética variación de la venta de las indulgencias, pidiendo la nodriza diezmos inauditos por los favores, los milagros, se privatizan los divinos favores, la más patética degradación humana se manifiesta.







Es caricaturesco el retrato, el patetismo y la enajenación conforman un bicéfalo viaje a la descomposición, son los nortes que comandan esa putrefacta decadencia, irreversible aberración, la más absurda arbitrariedad vuelve a tener a los humanos como protagonistas. Una mujer sin autoridad alguna comienza a aplicar descabellado sistema de repartición de milagros, todo para demostrar su magnanimidad, magnanimidad del infante tan artificial como burda, como vulgar, postiza grandeza que alcanza el clímax de lo absurdo al hacérsele hablar al infante a través de otra fuente de palabras, que habla y canta, y al mover su pequeño brazo otro personaje, el absurdo y lo patético de los humanos se multiplica, el ridículo también, pero no llegamos aún al clímax. Greenaway no se detendrá ahí, ni mucho menos, el cineasta no ha hecho más que precalentar motores para asestar el definitivo golpe. La degradación y enajenación, el absurdo alcanzan, ahora sí, el más mórbido clímax, materializa Greenaway la más purulenta hipérbole, pero todo en consistente línea narrativa, los humanos se superan a ellos mismos, el infante prodigioso ha sido liquidado, producto del propio comportamiento de ellos, y los ruines enajenados se rifan primero las vestiduras, y luego los miembros del niño, terrible figura la de Greenaway, bizarra carnicería se desata, el pecado está completo, la histeria, la enajenación, degeneración de la frivolidad, han invadido lo más profundo de la psiquis humana, incluso los íconos religiosos caerán, todo lo que esté en contacto con estos oscuros y aberrantes seres llamados humanos, está condenado a la descomposición, a morbosa podredumbre. A ese respecto, Greenaway no permite que ni por error se desligue todo esto de ese otro facto que convierte a la degradación humana mostrada en la suprema degradación: el plano religioso. No deja de deslizarnos el británico su iconoclasta espectáculo, las figuras religiosas, lo hace jugando constantemente con la plástica de las figuras tradicionales, los establos, pesebres, animales de granja acompañan situaciones importantes, puntuales del filme, así como las constantes ofrendas. No se trata de una ofensa mayor, de una histeria ordinaria, la histeria ha vuelto locos a los hombres, su ambición y maquiavelismo los llevará a cometer una inaudita y aberrante carnicería, y claro, el mismo personaje que nos advirtió de esta decadente demencia, el igual de decadente ángel, vuelve a aparecer, nos anuncia ahora que el aberrante desfile de decadencia ha terminado, y el director ya nos deslizó con salvaje sobriedad su personal boceto del perfil humano en el que hasta sus mayores deidades serán defenestradas, pues hasta sus mayores deidades, ni siquiera la religión, se salvará de ese bullente mar de demencia, de enajenación.







El más ácido mensaje deslizado ha sido ya, el humano prostituirá hasta su esperanza de salvación, su abyección y ambición sin límites lo harán prostituir esa salvación, se subastan frascos con orina y aliento del niño, hasta el cuero cabelludo es rebanado en un pasaje de la terrible hipérbole de Greenaway, este ser, el humano, este ruin y abyecto infeliz, lo pervierte todo. Interesante es la figura de la nodriza, la mujer que se hace cargo del niño, inicialmente amorosa cuidadora, será pronto pervertida por sus intereses, la humana que se afirma virgen finalmente cede a la carnal tentación, cede al atractivo coito, pero antes de consumarlo, el niño, símbolo de pureza, interrumpe la cópula, y la viril parte de ese dúo deberá ser eliminada, y la fémina, castigada por su improperio. No conforme con esto, la mujer, loca de eso, sí, de enajenación, no sólo buscará al niño, sino que lo eliminará, su locura es la más aberrante, es mayúscula. El ajusticiamiento final de la mujer traerá consigo la secuencia final, en la que de una marcha fúnebre, en la que se incluye al esperpento del inicio, con los cadáveres de los frustrados amantes escoltando otro cadáver, el de en gran toro, surge una figura que nos dice que la muerte no es más que una escenificación, con música, es un silencio para otros, el director también nos da una idea de su propia concepción de la vida, de la muerte, y del arte, del poder que ésta tiene a través de su capacidad representativa. Como se ha mencionado ya, el cine de este británico individuo se caracteriza por su complejidad transmitida y expresiva, el desligue audiovisual se convertirá en el indiscutible y poderoso meollo de la obra de arte, y esto deja a los actores en segundo plano, empero, sus aportes deben ser abordados. Julia Ormond viene a ser la más rescatable, digna y comprometida en su singular papel, encarna bien sus tormentos, no se inhibe ante las sugestivas secuencias carnales, cumple con lo que se necesitaba de ella. De los demás, no mucho más, Ralph Fiennes tiene escasa aparición, su aporte no es providencial, Philip Stone aporta la sobriedad y solidez necesarios para su secundario papel, el obispo. Greenaway lo vuelve a hacer, vuelve a presentarnos un filme con la tónica y despliegue a los que acostumbrados nos tiene, el cine se funde al teatro y la pintura, el inacabable y omnipresente rojo no falta a la cita de siempre con el cineasta, un enfermizo y decadente rojo impregnará todo, como no podía dejar de ser en una cinta de este director, en el que por cierto el recurso de plano dentro de otro  plano, exhibido en la gran Los libros de Próspero (1991), desaparece, para reaparecer en el siguiente trabajo, The Pillow Book (1996). Filme, como la obra completa de este artista, provocador, surreal, bizarro, hermoso, y particularmente mórbido, pero, con todo, un filme que tiene todos los ingredientes para estar a la altura de su creador, arte cinematográfico contemporáneo de lo mejor que Gran Bretaña, Gales, tiene para ofrecernos.







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